lunes, 3 de octubre de 2011

Cada pliegue, cada peca.


Mil marcas sobre la piel que recordaban el paso del tiempo.Cosas vividas que habían ido dejando pequeños surcos, otras otorgadas en nacimiento como marca de identidad. Cada pliegue, cada peca, todo era propio, todo era único.  Lunares que dibujaban una constelación sobre su cuerpo. Algunos tenían más protagonismo que otros. Sobre su hombro, su marca por definición. Le encantaba mirar aquel lunar, que le recordaba la primera vez en la que su corazón sintió más allá de lo estipulado.
Todo deja huella de un modo u otro. Huellas que el tiempo en vez de borrar, acentúa para nuestro recuerdo. Somos un mapa sobre el cual se van marcando las cruces de los lugares en los que hemos estado, de las personas que nos han acompañado.
Somos prueba latiente de que hemos vivido, de que hemos sentido. Nadie puede arrebatar la realidad a quien ha sabido disfrutarla. Y a pesar de que su corazón seguía congelado, de que sus labios continuaban sellados, le encantaba reconocer que en otra época no fue así. Le encantaba recordar que en otro tiempo fue de un modo en el que hoy no podría ser. La gustaba el cambio que se había producido en ella, pero sin olvidar la esencia de lo que en el pasado fue.
Las montañas rusas ya no eran parte de su rutina diaria. La constancia se había instalado en su mundo bipolar aportándole los detalles que necesitaba para bombear rítmicamente. Sonrisa tras sonrisa. Mirada tras mirada. Detalle tras detalle.
Que divertido era dormir sin soñar. Que placentero era no decepcionarse por nada. No esperar, sino encontrar. 

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