Su inocencia se había desquebrajado, convirtiendo aquellas
férreas convicciones en pequeños pedacitos irreconciliables que ya no casaban
unos con otros. La tristeza no era algo que puediese formar parte de lo que
ella era, al menos no en la actualidad y desde hace ya tiempo. Pero si es
cierto que en ocasiones, buscaba entre sus neurones pequeños resquicios de lo
que ella fue. Dejaba que estas le mostraran aquella personalidad que ya no era
la que se ponía cada mañana antes de salir de casa, aquella que se
caracterizaba por ser la versión en negativo de la que le acompañó las décadas
anteriores. Seguía conversando consigo misma mientras se evadía de las palabras
ajenas. Filtraba cada información que la llegaba riéndose sin disimular de las
palabras que ella catalogaba como “no verdaderas”.
Las locuras sanas continuaban ocurriendo siendo atraídas por
su campo de actuación, sin que ella buscara vivirlas. Se veía en lugares y
situaciones nuevas, cosas de esas que ella tachó en el pasado con una mirada de
reprobación. Su bipolaridad continuaba paso a paso sorprendiéndola a medida que
su auto descripción era cada vez más borrosa pero más divertida. Nunca debió
decir jamás, pues todos los jamases se han convertido en realidades efectivas.
Pero su sonrisa acompañaba a cada respiración acompañada o sóla.
Administraba sus propios silencios sin que nadie tuviera ni
voz ni voto en ellos. Dentro de esas cosas que ella no “solía” hacer, se
encontraba con marcadores desiguales que le habían proporcionado más de una
carcajada. Las siete de la mañana era una buena hora para volver a casa, aunque
la mujer de rojo llevara ya en la suya cinco horas.
La especialidad de la casa era un guiso de locuras y
espontaneidad que hacía que los días supieran de un modo especial.
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