miércoles, 23 de noviembre de 2011

Una tarde, una noche que tuvo de todo.


Una tarde genial, rodeada de aquellos eternos edificios madrileños que unían a la perfección lo terrenal con lo divino. Paseos llenos de calidez, pasos a cámara lenta, caminos que se tardan el triple en recorrer. Semáforos que cambian de color varias veces antes de que ella cruce la calle. Su sonrisa permanece mientras las palabras brotan de sus labios, sin necesidad de pararse ni un solo segundo a pensar en qué decir y qué no. Naturalidad plena que la comodidad provoca entre el ruido de todos los coches. Cuando menos se lo esperaba, se sintió ligera, la levantaron como si fuera una muñequita que una niña manipula a su antojo.
Vuelta a casa con una sonrisa y la mirada fija en la realidad.
Horas después una conversación con una amiga de esas que siente familia elegida, una de esas personitas especiales que a pesar de estar al otro lado del océano le llenaba de felicidad. Hacía muchísimo que no escuchaba su voz, a pesar de ser inevitablemente parte fundamental de lo que ella era. El tiempo se pasa volando cuando hablas con quien al otro lado te escucha sonriendo cuando tú lo haces, llorando cuando a ti se te caen las lágrimas. Esa gran amiga le llama “mi pequeño orgullo” y siente que algo bien ha hecho en su vida para que alguien tan especial le quiera como ella lo hace.
Finaliza la llamada, que siempre sabe a poco. Y de pronto sus manos, sin pensar, se dirigen a aquel botón, que significa volver a entrar en el bucle que le llevó a la autodestrucción. Su cabeza reacciona a tiempo, provocándole un asombro increíble…Cómo a pesar de todo, de que todo aquello no le importaba, aquella mano fue sóla, parada en el último momento… Las drogas que nos envenenan se quedan impregnadas en nuestra piel.
“Puedes rehabilitarte pero nunca dejar de ser esa persona que no podía evitar estirar el brazo para coger aquel chute de dolor”.

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