Una tarde genial, rodeada de aquellos eternos edificios
madrileños que unían a la perfección lo terrenal con lo divino. Paseos llenos
de calidez, pasos a cámara lenta, caminos que se tardan el triple en recorrer.
Semáforos que cambian de color varias veces antes de que ella cruce la calle.
Su sonrisa permanece mientras las palabras brotan de sus labios, sin necesidad
de pararse ni un solo segundo a pensar en qué decir y qué no. Naturalidad plena
que la comodidad provoca entre el ruido de todos los coches. Cuando menos se lo
esperaba, se sintió ligera, la levantaron como si fuera una muñequita que una
niña manipula a su antojo.
Vuelta a casa con una sonrisa y la mirada fija en la
realidad.
Horas después una conversación con una amiga de esas que
siente familia elegida, una de esas personitas especiales que a pesar de estar
al otro lado del océano le llenaba de felicidad. Hacía muchísimo que no
escuchaba su voz, a pesar de ser inevitablemente parte fundamental de lo que
ella era. El tiempo se pasa volando cuando hablas con quien al otro lado te escucha
sonriendo cuando tú lo haces, llorando cuando a ti se te caen las lágrimas. Esa
gran amiga le llama “mi pequeño orgullo” y siente que algo bien ha hecho en su
vida para que alguien tan especial le quiera como ella lo hace.
Finaliza la llamada, que siempre sabe a poco. Y de pronto
sus manos, sin pensar, se dirigen a aquel botón, que significa volver a entrar
en el bucle que le llevó a la autodestrucción. Su cabeza reacciona a tiempo,
provocándole un asombro increíble…Cómo a pesar de todo, de que todo aquello no
le importaba, aquella mano fue sóla, parada en el último momento… Las drogas
que nos envenenan se quedan impregnadas en nuestra piel.
“Puedes rehabilitarte pero nunca dejar de ser esa persona
que no podía evitar estirar el brazo para coger aquel chute de dolor”.
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